Cuando era todavía un niño quería ser naturalista. Veía en la
televisión todos los programas del Hombre
y la Tierra y mi héroe por aquel entonces era Félix Rodríguez de la Fuente. Recuerdo cuánto me
afectó la noticia de su muerte una mañana de marzo de 1980. Tenía yo 15 años.
Fue Félix el espejo en el que yo quería mirarme. No tenía ninguna duda. Hoy,
casi cuarenta años después, soy profesor de lenguas clásicas en un instituto de
enseñanza secundaria. Lejos quedaron aquellas colecciones de insectos del
aprendiz de entomólogo, las lecturas incansables de los cuatro volúmenes de la
Historia Natural del Instituto Gallach que ocupaban una de las estanterías de
la salita de casa de mis padres, o la guía de aves de Europa y los prismáticos.
De este giro de 360 grados es Gregorio Herrera García de la Santa el
culpable. Por aquel entonces el latín era una materia obligatoria para todos
los alumnos que cursaban bachillerato. Aquella lengua, la cultura y la historia
del pueblo que la utilizó y la legó prácticamente a casi toda Europa me
cautivaron por sí mismas. Sin embargo, no tengo ninguna duda de que fue Goyo,
mi maestro, el que logró despertar mi entusiasmo por el mundo clásico durante
aquellos tres años en los que fui su alumno. Era un docente especial, diferente
a los demás. De aspecto bonachón, hombre tranquilo, más Sancho Panza que
Quijote, con unas gafas que le aportaban un aire intelectual y siempre con una
cartera en bandolera que junto a su barba y media melena no dejaban duda de su
progresía. En los márgenes de mis libros de textos de aquellos años todavía se
conservan algunas caricaturas suyas dibujadas en los ratitos en los que algunos
intentaban resolver el puzle de algún fragmento de la Guerra de las Galias. En
sus clases se podía hacer prácticamente de todo, eso sí, siempre y cuando se
estuviera en silencio y se participara y atendiera. Recuerdo que no nos dejaba
coger el bolígrafo para tomar notas hasta que terminaba su explicación. Decía
que así manteníamos mejor la atención. A veces les aconsejo lo mismo a mis
alumnos, aunque sin mucho éxito, para qué vamos a engañarnos. Nunca levantaba
la voz. Callaba hasta que callábamos. A veces su silencio se prolongaba durante
algunos minutos, pero no se rendía hasta que con él enmudecían nuestros
murmullos. Sus lecciones amenas, pero sin dejar de lado el trabajo intenso que
debía dedicarse a los textos de César y Virgilio. Todavía en la facultad me
sirvieron aquellos apuntes suyos de sintaxis latina básica. Con las
diapositivas que él mismo realizaba y que nos proyectaba con frecuencia en el
aula nos enseñó a ver más allá de los libros. No sé si es un falso recuerdo,
pero Goyo, proyector y carro de diapositivas me vienen en un mismo paquete a la mente. Me
pregunto cómo hubiera aprovechado hoy la cantidad y variedad de recursos
tecnológicos que existen para reforzar el aprendizaje de los alumnos. En
aquellos años sin duda fue un profesor bastante innovador.
Pero no fue solo un maestro dentro del aula. Si Goyo ha sido y es algo
especial en mi vida y en la de muchos de sus alumnos es porque también fuera
del instituto nos ayudó a seguir creciendo y madurando. Uno de los recuerdos
más agradable de mi adolescencia y juventud es el de las Marchas de Goyo, como llamábamos en El Brocense a las marchas
que él, un gran aficionado a la arqueología, organizaba para recorrer las
calzadas romanas, sobre todo la Vía de la Plata, y estudiar y recuperar el
patrimonio histórico y arqueológico del mundo romano en Extremadura. La primera
de ellas (ya no sé si fue exactamente la primera) fue épica, de Cáceres a
Mérida, cuando todavía la Vía de la Plata o el Camino Mozárabe no estaba bien
señalizado. Imaginen casi 100 alumnos de bachillerato y muy pocos profesores
(era una verdadera osadía para ellos) a pie con unas mulas y un arriero (no sé
de dónde salieron) recorriendo una distancia de 70 kilómetros en 6 días. La
comida de esta y de todas las demás era cosa de Nino, que todavía hoy regenta
el bar del instituto y que no faltaba nunca como cocinero en aquellas
caminatas. Vaya aventura. Fue toda una proeza llegar por fin al teatro romano
de Mérida y realizar allí el acto fundacional de la Asociación Arqueológica
Adaegina, que hoy es la Asociación de Amigos del Museo de Cáceres, elevando una
plegaria a la diosa Adaegina y derramando mulsum
sobre algún ara improvisada y, por supuesto, dentro de nuestras gargantas.
Luego vinieron otras: de Puerto de Béjar a Carcaboso pasando por Cáparra,
Monfragüe, Piedras Albas, Alcántara... Se entremezclan los recuerdos. De lo que
estoy absolutamente seguro es de que todos esperábamos ansiosos la llegada de
la primavera, por aquel entonces casi siempre lluviosa, para participar en las
marchas de Goyo. En ellas se reforzaron lazos de amistad, surgieron los
primeros amores adolescentes (algunos de los cuales todavía hoy perduran),
disfrutamos de la naturaleza que brotaba en esas fechas, del patrimonio histórico
y arqueológico, y practicamos actividades saludables muy alejadas de las
discotecas de Torremolinos. De mi vida de estudiante son los mejores recuerdos
de los mejores años.
Después seguimos juntos en la Asociación Arqueológica Adaegina
organizando ciclos de conferencias o colaborando en campañas de excavaciones.
La sede era la casa de Goyo y una simple carpeta custodiaba todo el archivo.
Nos transmitió su pasión por la arqueología y gracias a él participamos durante
nuestros años universitarios en campos de trabajo que se organizaban durante el
verano en sitios arqueológicos. Recuerdo como si fuese maná del cielo el
bocadillo y la cerveza helada a las 11 de la mañana bajo una encina en el
peristilo de la villa romana de Monroy haciendo una pausa en aquellos tórridos
veranos de la dehesa extremeña. También estuvimos en Cáparra, cuando Enrique
Cerrillo reemprendió las tareas de excavación de la ciudad romana en el valle
del Ambroz. En aquel año apareció una cabeza de Hermes, hoy en el museo de
Cáceres, que supuso la garantía de la continuidad de los trabajos. Nos
alojábamos en el poblado de los trabajadores de la central hidroeléctrica, ya
casi abandonado, donde la Liga por la Educación y la Cultura Popular, a la que
Goyo pertenecía, tenía un edificio habilitado para sus campamentos de verano.
Hace algunos años, cuando se cumplieron los 25 de la fundación de la
Asociación Arqueológica Adaegina, se conmemoró el evento, como no podía ser de
otra manera, con el recorrido de la Vía de la Plata desde el Cruce de las
Herrerías hasta Cáceres en varias etapas. Recuerdo que participamos junto a los
miembros actuales de la asociación también algunos antiguos alumnos de Goyo y volvimos
a revivir aquellos momentos gloriosos de nuestra adolescencia. Pasando Aldea
del Cano puede verse en la calzada un falso miliario con una inscripción que recuerda
el momento.
Fue Goyo también el que me llevó por primera vez a Grecia, a mí y a
otros tres que decidimos estudiar filología clásica. En aquel renault 11 en el
que se aprovechó todo el espacio cargamos todas las provisiones, las tiendas de
campaña, el equipaje y todo lo necesario para subsistir y abaratar costes.
Todavía hoy no dejo de asombrarme de nuestro atrevimiento. Durante un mes de
agosto de hace muchos años atravesamos Italia y recorrimos casi toda Grecia
para disfrutar de aquellos lugares que hasta entonces solo conocíamos en
nuestros libros. Más tarde regresé de nuevo con él, una amiga y mi mujer. Fue
otro viaje muy intenso. Para mi mujer y para mí casi otra luna de miel. De este
no recuerdo el modelo del vehículo, solo sé que también era el de Goyo.
Hace una semana un mensaje al móvil me anunciaba la noticia de su
muerte. Ni siquiera sabía que estaba enfermo, aunque lo había echado de menos
en algún concierto de la Orquesta de Extremadura en los que a veces
coincidíamos, cuando mis padres están de viaje y me dejan sus abonos. No quería
creerlo: era uno de mis inmortales, como yo digo, de esas personas que, aunque por
las circunstancias se apartan de tu camino, siguen siendo un referente; de los
que no puedes, o no quieres, imaginar que algún día se marcharán.
No sé si alguna vez te dije, Goyo, que buena parte de lo que soy te lo
debo a ti, aunque supongo que podías intuirlo. Fuiste maestro de muchos de
nosotros. Estoy triste, porque se ha ido una persona a la que estimaba y
respetaba, a la que estaré siempre muy agradecido por todo lo que me enseñó. Soy profesor de lenguas clásicas y no naturalista como deseaba en mi
niñez, pero no me arrepiento en absoluto. Gracias a ti leí los hermosos versos
de Virgilio, caminé feliz sobre las vetustas piedras de las vías romanas y miré de cerca emocionado por
primera vez los mármoles del Partenón. Todavía en mis clases comparto con mis
alumnos muchas cosas de las que aprendí y experimenté contigo. Tu camino
ya terminó, pero en el mío y en el de muchos otros no serán pocas las ocasiones
en las que todavía se cruce la figura de un hombre con una cartera en
bandolera.
GRATIAS·PLVRIMAS·MAGISTER
IN·ANIMA·MEA·ERIS·IN·PERPETVVM
S·T·T·L