Todos los años me cuesta despedirme, porque todos los años son unos alumnos estupendos que dejan huella en mí. Siempre aprendo mucho de ellos. No saben cuánto. A estas alturas de mi vida profesional (me quedan solo tres años para dedicarme a criar gallinas y cuidar un huerto) gracias a ellos no pierdo nunca la motivación. Aunque también, gracias a ellos, veo que ya debo ir preparando las maletas: en el último ejercicio de latín no pude prever que mis alumnos desconocieran el famosísimo (para mí) suicidio de Cleopatra. A su edad nosotros habíamos visto ya unas cuantas veces la famosa película de Joseph L. Mankiewicz en las vacaciones de Semana Santa. Ellos han confundido un áspid con una planta o algo que se come. Y mira que son listos mis alumnos. Chicos y chicas (por lo del lenguaje inclusivo) responsables, comprometidos, participativos, motivados, casi todos con las ideas muy claras. Pero la brecha generacional va siendo ya demasiado profunda.
Me cuesta despedirme de ellos, porque siempre me acecha el miedo de un futuro incierto para mis materias, y más ahora con la implantación el próximo curso de los nuevos currículos y la nueva estructura del bachillerato. Me acecha el miedo de que tal vez sean los últimos. De hecho, este hubiera sido un buen año para retirarme. Pero es ley de vida, yo me quedo y ellos se van, y vendrán otros (espero) que no serán peores.
Corren malos tiempos para las lenguas clásicas y las humanidades, pero al menos nos consuela el hecho de que decimos adiós a unos alumnos muy bien formados y muy capaces de conseguir todo lo que se propongan.
Gratias plurimas, discipuli!
εὐτυχοῖτε
Valete!
¡Cavete aspidas, si aliquando ad Aegyptum advenitis!